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Por el camino púrpura

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Esa noche por primera vez en su vida pudo ver la magia con sus propios ojos. Hasta aquel momento, la magia había sido tan sólo un anhelo oscuro y secreto en su corazón. Lo que de niña y joven fue una ilusión y un juego, con los años y los dolores de la vida real se había convertido en un polvoso recuerdo, y a ratos desesperados un deseo quimérico de salvación. Pero aquella noche, aquella ventosa noche, a través de las lágrimas que le empañaban los ojos y los sollozos que le oprimían el pecho, vio la luz, que chisporroteaba alrededor suyo. Una chispa color púrpura que le iluminaba el rostro y que iluminaba débilmente la oscuridad del cuarto en el que se escondía. A pesar de todo lo que estaba pasando, a pesar de todo lo que le dolía el alma, el corazón, vio el pequeño grano de luz saltarín y quedó hipnotizada. Las pupilas se le dilataron y la respiración se le calmó poco a poco. Ahí estaba, frente a ella, la prueba, la única prueba que necesitaba de que había algo más allá que la

Los que cazan cazadores.

Este fin de semana una noticia llegó a mis ojos sobre el suicidio de Mel Capitán, una joven española de 27 años, aficionada a la caza, quien decidió quitarse la vida en medio de una crisis de acoso y agresiones que ella y su familia sufrían por parte de grupos de animalistas que se oponían a su actividad y no le dieron cuartel ni siquiera estando ya fuera de este mundo. Porque, la noticia en sí -suicidas diarios- no era lo que llamó mi atención, sino todos los comentarios que se podían leer tanto en la noticia que me enganchó al caso, como en sus redes sociales y en los foros que trataron esta noticia en general. Comentarios de alegría por su muerte, pidiendo que se exponga su cabeza en alguna sala de trofeos y en las redes sociales, deseando que se estuviera pudriendo en el infierno, por mencionar los más benévolos. El encono y la saña con la que tantas persona se unieron para festejar la muerte de una persona verdaderamente son escalofriantes. Y sin detenerse ahí, la noticia dio

La Bondad

Últimamente he reflexionado mucho acerca de este tema, o quizá llevo toda la vida haciéndolo. La bondad. Cuando pequeños, siempre la tenemos presente: “Se bueno”, “Los niños deben ser buenos”, “Hay que ser buenos con los otros niños”. Y aunque no entendíamos el concepto a cabalidad, sabíamos que tenía algo que ver con obedecer a nuestros padres, prestarle nuestros juguetes a otros niños y no hacer berrinches. Y después, con el paso de los años, se le iban incorporando otras cláusulas como “Haz la tarea”, “Estudia y aprende”, “Controla tus impulsos adolescentes”, “Ve a misa con buena cara”, “Llega temprano a casa”, “No te pases de cariñoso con el novio o la novia”, etc, etc, etc. A simple vista, tal parecía que ser buenos consistía en cumplir una larga serie de obligaciones e instrucciones que nos mantuvieran alejados de los problemas. Entonces viene la adultez, y nos arroja del nido violentamente para que despleguemos las alas y vivamos lo que será “nuestra vida”. Y todos no