La Fridita
Cuando nació estaba amarilla, muy amarilla, y teníamos que ponerla al sol para que agarrara color. Todavía me acuerdo cuando la sacaban en las mañanas sin ropa y la ponían a tostar, de un lado y del otro. Y ella siempre quitecita, sin hacer mucho ruido. Era el bebé más dormilón de todos, la acostaban a las 9 de la noche y se despertaba hasta las 7 de la mañana, sin interrupciones, sin llantos nocturnos, sin moverse siquiera de la posición en la que la dejabas. Cuando aprendió a incorporarse un poco se sostenía con la boca de la orilla del moisés y así se quedaba, con la mordida prensada mirando todo lo que había a su alrededor. Podía pasar horas enteras mirando la televisión y chupándose el dedo, sin parpadear, como en una especie de trance. Tenía los ojitos redondos y la cabecita suave, olía siempre rico, como a caramelo. Yo tenía 5 años y 7 meses cuando Frida vino al mundo. Al parecer me puse celosa por su llegada y hacía cosas como tomarme sus mamilas de agua y meterme a su c