Vueltas de tuerca


Dicen que el límite entre un hombre cuerdo y un demente es tan delgado e imperceptible, que basta solo con dar un empujoncito a los engranes de la mente para cruzarlo. Basta un ligero desliz para derrumbar el mas sólido castillo de naipes.

Es probable que todos en nuestra vida hayamos pasado por situaciones similares, no en forma, sino en fondo. ¿Qué pasa cuando conteniendo la respiración bajo el agua decidimos avanzar un par de metros más sabiendo que ya no hay oxígeno suficiente para lograrlo? ¿Por qué pedimos en las mañanas "cinco minutos más" para dormir, sabiendo que ya se hace tarde y que esos breves minutos no hacen mayor diferencia? ¿Por qué hay que comer "una porción más de postre", "la última copa y nos vamos", si casi siempre ese pequeño exceso provoca dolor de estómago o embriaguez en vez de la sensación de satisfacción? ¿Por qué comprar un artículo más sabiendo que el presupuesto mensual ya ha sido rebasado?

Pareciera absurdo que los hombres, dotados de razón y discernimiento, hagan cosas que saben perfectamente que son innecesarias, y que no traerán buenas consecuencias consigo. Sin embargo lo hacemos todo el tiempo, cerramos los ojos y nos abandonamos al abismo, donde quizá nos espera la muerte, o tal vez nuestro paracaídas se abra para salvarnos la vida.  Ese paso entre la luz y las tinieblas es el que hace la gran diferencia. Esa decisión, ese exceso, esa vuelta de tuerca, se llama curiosidad, o en palabras de cierto poeta noctámbulo, "la curiosidad que nos lleva al infierno".

Lo cierto es que la humanidad, por un lado, le debe a dicha curiosidad su progreso. Si los hombres no fuesen curiosos, no excedieran los límites, no fueran más allá de lo establecido, muchos inventos y maravillas de la ciencia y la tecnología no hubieran existido jamás. Las genialidades de la historia siempre han sido el fruto de la curiosidad, de la implacable sed de evolución.

Pero por otra parte, a esa misma sed "del demonio" le debemos ni más ni menos que las más grandes tragedias de la historia, o si no pregúntenle a Pandora. Gracias a esa necesidad de expansión, esa angustia de mediocridad, ese terror a lo estancado, a la rutina, las más grandes guerras se han desatado y con ellas se han aplastado miles de ideales y sueños.

La curiosidad llevada al límite se convierte en deseo. Y el deseo siempre nos llevará a ese lugar tan incierto llamado codicia, esa codicia que ha masacrado pueblos enteros. El hombre codicioso quiere conseguir su objetivo sin importar las consecuencias, se obsesiona con lo que desea. Y es ahi, donde el límite entre la cordura y la demencia se traspasa, cuando ya no somos capaces de volver atrás.

Sin embargo este no es un lugar para moralistas o sermones. La codicia existe en cada uno de nosotros y es parte de nuestra naturaleza. Negarla o reprimirla resultaría peor a largo plazo que admitirla, remitámonos tan sólo a la historia medieval de silicios y flagelos.

Desear es humano, es lo que nos hace ser diferentes, lo que le da vida a la vida, el deseo de lo que aun no se tiene pero se puede llegar a tener, y que puede traducirse en muchas cosas: proyectos profesionales, regímenes de vida, causas sociales, amores y desamores, fijaciones, abusos, perjuicios, y hasta crímenes. El deseo es la gasolina de todo proyecto humano, sea bueno o malo. Sin deseo no hay acción, y basta.

Pero ¿cómo controlar dicho deseo, ese que nos tienta a tomar un sendero que no sabemos a donde conduce? ¿es posible acaso poner un freno o una medida? ¿Debemos hacerlo? Si caminamos a tientas en la oscuridad es probable que pasen dos cosas: que hallemos el interruptor de la luz, o que tropecemos con un obstáculo y nos hagamos daño. Ambas son factibles, pero se debe tomar ese salto de fe para averiguarlo. Es de necios pensar que la respuesta esta en no moverse para que nada malo pase, ya llegamos a ese lugar oscuro, ya estamos ante la disyuntiva, ahora no podemos quedarnos estáticos.

No me gusta hablar de lo bueno y de lo malo porque no me siento digna de dar sentencias al respecto. Pero si tengo una opinión formada que deseo exponer aquí. Alguna vez, un buen hombre llamado Heráclito de Hefesio dijo que el devenir del mundo se expresa en binomios en eterno choque: el día y la noche, el verano y el invierno, la guerra y la paz. No se puede saber lo que es uno, sin conocer al otro. ¿Cómo saber que estamos sanos si nunca nos hemos enfermado? ¿Cómo darle valor a la vida, sin saber lo que es la muerte? La existencia humana camina sobre una balanza de luz y oscuridad, ambas necesarias para lograr el perfecto equilibrio. No podemos llegar a la virtud sin antes haber pasado por el ensayo y error. Esto no quiere decir que para decirnos virtuosos debamos probar toda clase de excesos, sin embargo algunas veces llega a ser necesario saltar al vacío y caer, para ser más fuertes y más sabios al levantarnos. El mismo Siddharta vivió la vida estrecha del asceta, la existencia cómoda del mercader y la silenciosa paz del ermitaño, antes de alcanzar la iluminación.

Somos seres hechos de luz y tinieblas, llenos de contradicciones, de incongruencias. Luchamos por ser mejores cada día, pero constantemente caemos en faltas, lastimamos a los que nos rodean, nos herimos nosotros mismos. Pero todo ello está ahí por una razón. Las sombras en una pintura existen para resaltar más las zonas de luz y los colores, los errores están ahí para aprender de ellos, las heridas se provocan para aprender a sanarlas y que no vuelvan a abrirse. Todo formando equilibrio. Equilibrio es la palabra clave.

No debemos tomar como excusa el estar aprendiendo para así pasarnos la vida cometiendo errores. La virtud reside en nuestra capacidad de aprender a caminar por senderos y zanjas por igual sin caernos, en aprender a flotar tanto en la tranquilidad de un estanque como en el mar agitado sin ahogarnos. Las vueltas de tuerca sorprenden, asustan, atrapan, deleitan, lastiman, pero de ellas siempre obtendremos la esencia del devenir y de la autotransformación.

Esta reflexión no es una apología del deseo obsesivo, o del error intencional; tampoco es una justificación de los excesos. Es sencillamente un punto de vista que pretende comprender esa incapacidad o dificultad de hombres y mujeres para decir "alto". Debo confesar que me fascinan los giros intensos en el día a día, que adoro lanzarme al vacío cerrando los ojos, que soy impulsiva y muy apasionada, ya más de una vez he tropezado y caído estrepitosamente, siempre ha habido una enseñanza y un sacrificio, sin embargo aún no llega el día en que sea capaz de decir que hubiera sido mejor no haber hecho nada.

La curiosidad mató al gato. Qué bueno que tenemos 7 vidas...

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