Vivir y dejar vivir

Mi ciudad, por no decir ya mi país, vive una temporada difícil. Ha habido tiroteos en varios puntos, delincuentes organizados se han enfrentado al ejército entre balazos y explosiones; la policía federal patrulla las calles día y noche, buscando caras sospechosas, afirmando su autoridad llevando al frente el rifle ya preparado. La gente tiene miedo, miedo al sicario y miedo al soldado, es normal que se den las falsas alarmas, la psicosis, también son normales los escépticos que creen que todo es estrategia para que olvidemos el alza de precios. Se ve de todo, madres que lloran a los hijos que no han perdido, familias que se encierran en casa,  familias que aprovechan las vialidades despejadas para ir de paseo por la ciudad, vecinos que se organizan para vigilar sus colonias, vecinos que sospechan de sus vecinos, gente que tiene “un amigo cuyo primo vio a los sicarios en una camioneta el otro día”, hijos que protestan ante la negativa de los padres de dejarles salir por la noche.
Y en mi caso, tomé la situación lo mejor que pude, me preocupé por mis conciudadanos e intercambié información con mis conocidos, me indigné y sentí esa clásica impotencia que sentimos los mexicanos diariamente por todo lo que sucede a nuestro alrededor, sin caer en el pánico aunque rayando en la imprudencia salí a tomar clase de danza árabe a unas horas de finalizada una balacera cerca de mi colonia, en las horas siguientes me he mantenido informada acerca de la situación en noticieros y portales de noticias, de paso retomé mi proyecto académico y abrí una solicitud de beca para estudiar una maestría, aproveché el encierro vespertino para tomar vino con mis padres y ver una película con mis hermanas; vine aquí, revisé el correo electrónico, no había nada nuevo, abrí el facebook, escuché una canción maravillosa de Bob Marley y de repente, sentí la necesidad de escribirlo todo.  
Esta no va a ser para nada una reflexión sobre la situación de México hoy en día, sobre la impunidad y el narcotráfico, sobre los malos gobiernos y la corrupción infiltrada en cada uno de los estratos de la sociedad… ¿de qué serviría ensuciar este, mi espacio de tranquilidad y reflexión, con una perorata de lo descompuesto de mi Estado? ¿En algo ayuda a la comprensión y solución de un problema tan grave y complejo como este, el enterrar más el dedo en la llaga y desde este humilde sitio convocar a los “proletarios de todos los pueblos” a unirse para aplastar al sistema que nos oprime?  Eso se lo dejaremos a los politólogos, sociólogos e historiadores (sic, supongo que soy historiadora, al menos eso dice mi título), que se quiebran la cabeza equilibrando culpas, analizando sistemas, atando cabos sueltos, contribuyendo con la mejor intención de enseñarle al mundo sus faltas, pero con pobres resultados, pues está visto que, a pesar de las lecciones de la maestra Historia, en la humanidad siempre reinarán las disputas entre unos y otros. Yo entiendo a los estudiosos de la sociedad, comprendo esa necesidad de salir a cambiar el mundo, me uno a sus angustias y motivaciones, sin embargo, me siento incapaz de expresar esa urgencia a través de la misma política, la misma sociología y la misma historia que nos condena una y otra vez. Yo siempre he pensado que la respuesta está en el nivel más elemental, en uno mismo.
Hoy en día la palabra hippie nos remonta a un movimiento juvenil de los años 60, que entre flores, discursos multitudinarios, sendas nubes de marihuana, ropas coloridas, sonrisas y rock and roll quiso mostrarle al mundo lo fácil que era vivir tan sólo de amor. Hubo muchos a favor y muchos más en contra. Los jóvenes de aquellos años fueron primero apaleados por las autoridades y después laureados por los anales de la historia como próceres del cambio. Muchos de ellos permanecieron como hippies (almas rebeldes, vegetarianas y felices) toda su vida; muchos otros fueron comprados por la maquinaria de la sociedad de consumo y volvieron a la comodidad de la pequeña burguesía. Muchos de ellos procrearon hijos politizados, que se volvieron críticos desde la cuna y contestatarios desde el jardín de niños, hijos que crecieron escuchando a Silvio Rodríguez y sabían lo que era la Revolución Cubana, jóvenes que hoy se sienten un poco fuera de lugar cuando sus amigos y compañeros prefieren ir de paseo al centro comercial y conversar de telenovelas o teléfonos celulares. Otros tantos trajeron al mundo hijos que siempre tuvieron los juguetes y juegos de moda, que veían televisión y jugaban nintendo, que vieron caricaturas y jamás escucharon hablar del comunismo, hijos de padres que guardaron en el closet los pantalones acampanados y los panfletos para regresar a ese sistema que les prometía toda una vida de comodidad y paz como la que ellos no tuvieron para sus pequeños. Esos fueron los hippies, ni buenos ni malos, pero al menos lo intentaron.
Traigo este paréntesis a colación porque en estos últimos días he logrado percibir y sentir el miedo que tiene la gente, pero sobretodo la negatividad. En esta ciudad no tan grande que hasta hace algunos años era bien llamada “La ciudad de las flores”, y que ahora es un atolladero imposible de automóviles, taxis y autobuses, con manifestaciones civiles casi diarias, problemas de estiaje y para rematar, asaltos, secuestros y balaceras… entre todo esto, si la gente continua maldiciendo ya al gobierno, ya al narcotráfico, ya al vecino, ya a sí mismos, ya al universo, a ningún lado vamos a llegar.
Aunque existen muchas agrupaciones civiles que diariamente se esfuerzan e intentan provocar un cambio, llámense ecologistas, brigadistas, voluntarios, misioneros o trabajadores sociales, todos ellos son tantas veces ignorados, otras menos afortunadas, ridiculizados por tantos ciudadanos que lo único que miran es el beneficio personal, si acaso familiar. Se les ve como parias que matan su tiempo libre formando “clubes sociales” y pretenden estafar a la sociedad con sus proyectos.
Cuando miramos a nuestra historia y recordamos como fueron apaleados, asesinados, torturados y desaparecidos esos hippies que lo único que hacían era cantar y hablar de paz, al menos a la mayoría nos invade un sentimiento de indignación contra ese maldito gobierno inconmovible. Lo que yo me pregunto es ¿acaso nosotros no estamos actuando de la misma manera que ese gobierno cuando le cerramos la puerta a los que nos piden ayuda para los enfermos, cuando llamamos ridículos a los boy scouts, cuando tildamos de fanáticos a los misioneros, cuando ignoramos a los ecologistas y contaminamos el mundo con miles de productos agresivos, cuando fumamos frente a los niños, cuando nos da flojera ir a la manifestación contra la violencia, cuando no vamos a votar o rechazamos ser funcionarios de casilla?
No es culpa nuestra que haya balazos y muertos, pero sí es nuestra culpa (de todos) que el mundo funcione como funciona. La gente tiende a ver al sicario como un monstruo sin sentimientos, una máquina de matar y hacer el mal, el enemigo que debe ser eliminado. Y no nos damos cuenta de que nosotros podríamos ser él, en otras circunstancias, en otros zapatos. Ellos también tuvieron una infancia, una juventud, fue el mundo el que los volvió como son. No hay excusa para sus crímenes, claro, pero ellos no son productos tan sólo de sí mismos.
Todo empieza en el yo. Estamos tan acostumbrados a usar la vista para comprender el mundo de afuera hacia adentro que no nos damos cuenta de que nunca miramos nuestro interior. Ahí estamos, somos un animal con demasiadas neuronas, con demasiada energía, colisiones y colisiones de partículas que nos dan de vueltas todo el tiempo, sin cesar. Eso ya es bastante para volverse loco… Sin embargo, es necesario mirar la esencia, es indispensable hacer callar al pensamiento, todos los sabios de oriente lo dicen. Porque cuando reina el silencio empieza a llegar la comprensión. Y esa comprensión no se trata de una verdad elevada e iluminada, sino todo lo contrario, una verdad sencilla y humilde, tan sencilla como el viento meciendo una rama, o como el parpadear de un gato. Todo el universo es una comedia, está allí frente a nuestros ojos, existiendo una y mil millones de veces frente a nosotros, y nosotros tan embrollados en los problemas cotidianos que no estamos ahí para verlo.
Esta es una realidad aplicable a cualquiera, niño, joven, ciudadano, político, soldado, sicario, mafioso o quien sea. Todos estamos tan “metidos” en nuestro papel (ser buenos, ser malos, ser poderosos, estar bien, ser empleados, militantes, alumnos, padres, líderes, seguidores, etc.), que dejamos de ser personas, dejamos lo sencillo para vivir en lo complicado.
 
Aunque me gustaría establecer una diferencia. Los hippies en aquellos años locos fueron la clave para la posterior apertura ideológica que vivió el mundo hasta llegar a las sociedades actuales. Sin embargo ellos actuaron como todos los totalitaristas de la historia, pidiendo a todo el mundo renunciar a los bienes materiales, dejar los hábitos establecidos, las religiones “alienantes” y darle paso a una vida sencilla y libre, comer frutas y verduras, eliminar instituciones obtusas como el matrimonio o la república, cohabitar en sociedades igualitarias y mixtas como las comunas, criar a los niños entre todos. No que estos postulados sean malos, pero pedirles a los demás que se unieran a este estilo de vida como medio de cambiar el mundo era un tanto ingenuo. La libertad que ellos defendían a capa y espada también debía ser concedida a los que se sentían a gusto en su antiguo estilo de vida. Por eso los hippies terminaron siendo una minoría, apreciable, pero minoría al fin.
No se trata de volvernos vegetarianos o cambiar nuestro guardarropa, de tener varias parejas a la vez o negar nuestra religión, el cambio interno no debe de basarse en un método, en un manual. Debe ser tan sencillo como la rama que se mueve o el gato que parpadea. Solamente es darnos cuenta verdaderamente de la existencia, de su maravillosa fragilidad, y hacer todo en la vida con la conciencia de que somos parte de dicha existencia. Es casi imperceptible. Podemos seguir viviendo en monogamia, o trabajando para el gobierno, o conduciendo nuestro automóvil y comiendo en McDonalds, porque así es el mundo que nos toca vivir, porque eso no es lo que nos hace ser buenas o malas personas. Lo que nos hace distintos es cómo vamos a hacer todas esas cosas. 
Si todos los días nos levantáramos con la intención de ser la mejor persona del mundo, sin importar si somos empresarios o barrenderos, gobernadores o cajeros de una zapatería, obispos o prostitutas, soldados o narcotraficantes, las cosas cambiarían por sí solas, no habría necesidad de revoluciones o movimientos, ni de luchas o manifestaciones. Hay cosas en este mundo que no podemos negar que ahí están y que seguirán estando, la droga existe, las armas existen, los robos existen, los fraudes. Y existen en la medida que hay un ser humano confundido detrás de cada una de ellas. Si cada persona viera dentro de sí mismo, y para sí mismo, construyendo con ritmo su templo interior, sin importar el credo, el oficio, o la militancia, por muy egoísta que suene, la ola de bondad reverberaría hasta el confín del mundo. Los narcotraficantes seguirán existiendo, pero tráfico de droga no tendría que ser necesariamente sinónimo de homicidio. Esta es una idea radical, lo se, inapropiada, sí, pero si el mundo ya es así, no podemos volver atrás el reloj de la historia para quitar lo que no nos gusta, es estúpido pensar que un buen día los productores de droga van a arrepentirse y dejar de hacerla, ellos existen porque hay consumidores, es un negocio si lo vemos de una manera muy fría. También perfeccionamos durante siglos nuestras armas y cada día las hacemos más sofisticadas y precisas, y no dejarán de existir si armamos a nuestros ejércitos “defensores” con toneladas de estas armas para combatir. El mundo no es una manzana con partes negruzcas que podamos cortar para no comerlas. Y tampoco nuestras soluciones ayudan mucho. No se puede pedir que con balazos de mejor calibre dejen de haber balazos, es un contrasentido, un círculo vicioso. La humanidad es una eterna rueda de hámster.
Pero quiero ya concluir, para que la disquisición no se arrastre a los pantanos de la doctrina. Vuelvo al inicio, mi ciudad y mi país viven en la violencia. Yo no voy a detener el conflicto, ni voy a salvar al mundo, pero puedo salvarme a mí misma y estoy segura de que haciéndolo estoy logrando mucho más de lo imaginable… lo que haré es cantar mucho, trabajar con gusto y ejercitarme bailando, no tiraré basura en la calle, llevaré a mis hermanas al cine cada vez que pueda, denunciaré cualquier injusticia que vea a la autoridad sin detenerme a pensar que “no tiene caso” porque todos están corruptos, llevaré ropa que me sobre a un hospicio, controlaré el mal temperamento, tomaré más agua pero no dejaré la coca-cola, leeré los periódicos y veré las noticias para saber lo que pasa a mi alrededor, compraré una suscripción para ir a los conciertos semanales de la orquesta sinfónica de la ciudad, compraré una planta y cuidaré de ella, en resumen, viviré mi vida cuidándola y valorándola como si fuera la única, Y ES LA ÚNICA.
No convoco a la ciudadanía a que se levante en armas, ni reúno seguidores de una nueva filosofía de vida, pero sí invito a todo aquel que lea este pequeño trozo de inspiración lanzado al vacío, sea quien sea, de los “buenos” o de los “malos”, a que viva su vida de la manera más sencilla, cómica y musicalmente posible. Todos los seres humanos llevamos dentro las cosas más hermosas que nos hacen ser humanos: la ciencia, el arte, la fuerza, la creatividad, los sueños, todo está ahí, la Mona Lisa y el Empire State, el Teorema de Pitágoras y Machu Picchu, la Estación Espacial Internacional y la Quinta Sinfonía de Beethoven… Yo creo que es la música la que más fácilmente podemos hallar si buscamos de qué estamos hechos… Cuando un hombre se da cuenta de que está hecho de música, deja de tener motivos para odiar a otros... Ojalá todos pudiéramos ver la música que llevamos dentro...


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