Actualizando: ¿Qué más queda, sino seguir?
Hace días que un conocido y colega me repite la siguiente frase: "¡Hay que escribir!", y lo dice porque ya ha pasado mas de mes y medio desde la ultima vez que publiqué un artículo en la prensa local... Dicho artículo ciertamente era una especie de catarsis acerca de mi vida y la vida de mi país, cargado de tristeza, por lo que no quise publicarlo en este blog, sin embargo, en este momento quisiera reproducirlo para ponerme al corriente y poder ya en un siguiente post, continuar con mi escritura, tal como mi compañero de oficina me sugiere.. Aquí les dejo mi reflexión del 10 de julio del 2012, titulada: ¿Qué más queda, sino seguir?:
Ayer me levanté a las 6 de la mañana cuando aún el cielo estaba oscuro. Sin pensar mucho en lo que hacía, me puse unos pants, mis tenis y cuando ya comenzaba a clarear salí a correr a la calle. No importó que fuera lunes, o que la noche anterior me hubiera acostado a la una y media, ni importó el frío o el ligero y constante dolor de una vesícula que amenaza con volverse a inflamar. Salí a correr porque tenía que hacerlo. Porque el cuerpo y el alma me lo estaban pidiendo a gritos desesperados desde hace unos cuantos días.
La mañana estaba muy húmeda, gris, de esas que te invitan a regresar debajo del cobertor a dormir durante horas, sin embargo, mis piernas, mis brazos, mis pulmones y mi nariz exigían el rocío matinal, el golpeteo de los tenis contra el pavimento, la sensación de romper un hechizo maligno, el hechizo de la depresión.
Sí, cuando se siente el fondo de la alberca, lo único que queda es doblar las piernas, tomar impulso y empujar fuertemente hacia arriba, para volver a respirar y seguir. Seguir nadando, seguir corriendo, seguir caminando, seguir.
Conforme mi cuerpo se iba moviendo, más y más rápido, fuertes reclamos se hacían escuchar por todas partes: crujido de rodillas, retumbar del corazón, exhalaciones enfadadas por la nariz, tronido de espalda y pies. Un cuerpo que, durante los 11 meses pasados y en general durante buena parte de estos 24 años, se la pasó sentado, conforme, inexpresivo, ahora estaba corriendo por la avenida, sintiéndose adolorido, un tanto absurdo, incapacitado, vulnerable, no obstante determinado a seguir, a dar un paso más y otro más, y otro más.
El comienzo no fue fácil, pero una vez que mi cuerpo cedió al ritmo del trote y a la bendita juventud que aún me ayuda a sobreponerme incluso al sedentarismo cotidiano, fue que mis pensamientos se pudieron desenvolver mientras un denso paisaje de árboles y el camino de grava roja se extendían delante de mí.
Pensé en lo bien que me sentía en ese momento, y en todo lo que tuvo que pasar para que este cuerpecito maltratado y yo nos reconciliáramos.
El dolor de vesícula, producto de una pésima alimentación y una extrema inactividad física. Un malestar que en diciembre me hizo crisis, que de pura suerte no me llevó al quirófano, y que se supone yo debía vigilar para que no reapareciera, pero no lo hice, como tantas otras cosas que no he hecho.
Pensé en mi trabajo actual, y en cómo llegué hasta él, por suerte, fatalidad o destino, pensando hace un año en tener un mejor ingreso para poder formalizar mi relación e incluso contraer matrimonio (¡matrimonio!) con alguien a quien apenas conocía, alguien que ahora es completamente ajeno a mi vida, alguien que me lastimó, alguien a quien lastimé, en una relación equivocada, pero que para bien de los dos, terminó tan rápido como empezó.
Y pensé también que de ese 2011 tan agitado, lo más trascendente, lo único que me quedó fue mi empleo, que me ha hecho crecer tanto, aprender tantas cosas, lo bueno y lo malo de las relaciones laborales, lo peor, lo que vale la pena y lo que no. Los compañeros que se volvieron amigos y hasta familia, los jefes ejemplares que te motivan a dar lo mejor de ti mismo, los jefes tiranos que te desmotivan al grado de querer dejarlo todo, los chismes de pasillo, los proyectos alentadores, las metas a futuro, el compañerismo, la decepción de quien menos te lo esperas, la satisfacción de un cumplido al trabajo bien hecho, la amargura de un error cometido, el valor de la disciplina, la alegría de un sueldo, el precio del tiempo completo, y por último, las sorpresas, lo inesperado, lo que convierte el día a día en algo diferente, lo que nos invita a continuar, lo que nos incita.
Pensé en mis proyectos, en mi futuro académico, en el plan de irme a estudiar la maestría que por razones tantas no se logra concretar, sigue en pausa. En la tristeza de no haber podido comenzar este año como yo esperaba, en la incertidumbre de cuándo podré hacerlo, pero también en la duda eterna de si es ése o es otro el camino para mí. En todas esas páginas que debo escribir porque ya están en mi cabeza, pero no así en mi constancia o mi determinación.
Pensé en mi soledad, en el amor, y en esa eterna relación de amor y fuga que tengo con el que considero mi “amado inmortal”. En lo mucho que sus ideas han influido en las mías, en lo mucho que lo quiero y que lo detesto, por esa forma que tiene de aparecer, alegrar mi existencia por días, semanas o meses, y volverse a perder hasta por años en la noche de los tiempos sin que yo encuentre manera alguna de reemplazarlo. Como un cometa, que llega, ilumina y se marcha. Y que justo ahora se encuentra de paso, alumbrando todo a su alrededor, pero amenazando ya con volver a perderse, en su mundo, en sus reflexiones, en su aislamiento, detrás de esa fortaleza amurallada que nadie cruza, que lo separa de los demás. Detrás de esa barrera que yo sé que algún día me dejará cruzar, porque quizá yo soy la única persona que quiere entrar y no sacarlo de ella, que quiere y siempre querrá que él sea muy feliz. Pero no ahora, no en estos momentos, ese hechizo aún no está roto.
Y durante todo el trayecto, antes de empezar, mientras corría, cuando me detenía a tomar aire, cuando volvía a casa, cuando me bañé y vine a trabajar, y hasta ahora que escribo estas líneas, pensé en Andrés Manuel, en México y la tragedia de su clase política, en todo lo que se hubiera podido sembrar para las generaciones del futuro, en todo lo que se perdió por unos cuantos pesos y una despensa a cambio del sagrado voto, en la imposición del Principito Peña Nieto, en esa pequeña hija llamada Democracia que se nos murió a los mexicanos en esta contienda, en las lágrimas de mi abuelita y mi mamá, en las lágrimas de tantos… En la expectación del día de la jornada electoral, que lo pasé en una escuelita cerca de mi casa, donde cuidé todo el día una casilla representando a uno de los partidos de la coalición de izquierda, inmersa pese a lo que yo esperaba, en un ambiente de completa paz, respeto y compañerismo entre los que nos encontrábamos ahí; asombrada por la indignación que todos por igual sentimos al enterarnos de que el triunfo ya estaba dado y anunciado, cuando ni siquiera terminábamos de contar las boletas de nuestra casilla aún. Recordé la comida y las risas que compartimos como vecinos, como ciudadanos, sin importar nuestro nombre, o si éramos funcionarios de casilla, priístas, perredistas, panistas o petistas. Ese México utópico de respeto e igualdad representado en ese microuniverso de la casilla 2069 que tuve el privilegio de vigilar.
Pensé en las marchas, en la indignación de los jóvenes, en los más, muchos mas de 132 mexicanos llenos de coraje, en la desazón de los viejos, en el cinismo del IFE y la FEPADE, en la sonrisita burlona de Felipe Calderón al dar su mensaje a la nación, en la compra de votos con tarjetas de Soriana, en Televisa y Tercer Grado con sus “periodistas”, como el circo romano y sus fieras de ataque, en la estupidez de Peña y su teleprompter, en la hueca “Gaviota” y en la abismal diferencia entre sus comentarios en el tuiter y el conmovedor poema titulado “Segundo de Julio” que la muy querida Beatriz Gutiérrez Müller le dedicó a su esposo, nuestro Obrador, en vista de los infames acontecimientos.
Pensé que todo lo que hicimos y luchamos tantos millones de mexicanos, al final se vio enfrentado y estrellado contra el rompeolas de la poderosa maquinaria del gobierno y la televisión, contra los intereses detrás de las instituciones, contra la indolencia de millones que no votaron, o que vendieron su voto, o que eligieron volver a la dictadura porque el candidato “estaba guapo”.
Me deprimí en los días posteriores a la elección, por la elección y por todo, por el fraude, por la impunidad, por la impotencia, por la vergüenza ante el mundo, pero también por mí, por mi vida, por mis problemas y frustraciones, por mis errores. Me sentí incapaz de protestar, de alzar la voz, de salir a marchar, sólo quería dormirme y despertar dentro de 20 años, para ver si las cosas ya habrían cambiado, para ver si mi vida también habría cambiado en algo.
Pero esa impotencia sólo me provocó más dolor y más desesperación, al ver que todos salían con sus pancartas, con sus consignas, y que yo no tenía voz, ni ganas, ni fuerzas… Y pensé entonces que para conseguir que mi país avance, no era sólo cuestión de salir a gritar mis frustraciones a la calle.
Yo alguna vez lo dije en un texto, el cambio comienza en nosotros mismos; pero no sólo en el clásico nivel de “respetar la vialidad”, “tirar la basura en su lugar” o “no aceptar sobornos”, también era cuestión de cambiar el interior, de dejar en primer lugar de defraudarme a mi misma, comenzar a cumplir mis promesas, a terminar lo que comenzaba, a respetar mi cuerpo, mi mente, a cuidarme, a tratarme bien.
Comprendí que la única forma de encontrar esa fuerza para poder salir completa a pelear por los demás era perdonándome y reconciliándome conmigo misma. Aceptando mis defectos y tratando de corregirlos con amor, con paciencia, con tiempo. Dejando ir las cosas del pasado que me lastimaban, quitando pesos innecesarios, aligerando la carga. Entendí que esa necesidad de correr, de usar mi cuerpo, de hacerlo sudar, no nacía solamente de una exigencia física, sino de un llamado interno para volver a casa.
Y me sentí bien otra vez, con una peculiar fuerza renovada para luchar, para correr, para viajar, para disfrutar, para reír y para volver a amar. Ahora con otros ojos, los del perdón, los de la calma.
Hoy pretendo salir una vez más a correr, y de ahora en adelante todas las mañanas, hasta que mi cuerpo vuelva a ser fuerte, ligero, confiable, hasta que mi cabeza deje de tener sobresaltos y angustias, hasta que mi alma corra tan ligera al compás de mis pies y de mi cabeza.
Y mientras, seguiré luchando por mi país, seguiré escribiendo y expresándome libremente, seguiré trabajando con responsabilidad y eficiencia, seguiré cuidando de mi familia y amigos, seguiré, porque eso es lo único que queda, siempre que se nos derrumban las ilusiones, que se nos hacen trizas los sueños, que nos golpean y nos tiran al suelo, siempre que el camino cambia, lo único que queda en esta vida es levantarse, sacudirse, y seguir… hasta el fin del camino.
Ayer me levanté a las 6 de la mañana cuando aún el cielo estaba oscuro. Sin pensar mucho en lo que hacía, me puse unos pants, mis tenis y cuando ya comenzaba a clarear salí a correr a la calle. No importó que fuera lunes, o que la noche anterior me hubiera acostado a la una y media, ni importó el frío o el ligero y constante dolor de una vesícula que amenaza con volverse a inflamar. Salí a correr porque tenía que hacerlo. Porque el cuerpo y el alma me lo estaban pidiendo a gritos desesperados desde hace unos cuantos días.
La mañana estaba muy húmeda, gris, de esas que te invitan a regresar debajo del cobertor a dormir durante horas, sin embargo, mis piernas, mis brazos, mis pulmones y mi nariz exigían el rocío matinal, el golpeteo de los tenis contra el pavimento, la sensación de romper un hechizo maligno, el hechizo de la depresión.
Sí, cuando se siente el fondo de la alberca, lo único que queda es doblar las piernas, tomar impulso y empujar fuertemente hacia arriba, para volver a respirar y seguir. Seguir nadando, seguir corriendo, seguir caminando, seguir.
Conforme mi cuerpo se iba moviendo, más y más rápido, fuertes reclamos se hacían escuchar por todas partes: crujido de rodillas, retumbar del corazón, exhalaciones enfadadas por la nariz, tronido de espalda y pies. Un cuerpo que, durante los 11 meses pasados y en general durante buena parte de estos 24 años, se la pasó sentado, conforme, inexpresivo, ahora estaba corriendo por la avenida, sintiéndose adolorido, un tanto absurdo, incapacitado, vulnerable, no obstante determinado a seguir, a dar un paso más y otro más, y otro más.
El comienzo no fue fácil, pero una vez que mi cuerpo cedió al ritmo del trote y a la bendita juventud que aún me ayuda a sobreponerme incluso al sedentarismo cotidiano, fue que mis pensamientos se pudieron desenvolver mientras un denso paisaje de árboles y el camino de grava roja se extendían delante de mí.
Pensé en lo bien que me sentía en ese momento, y en todo lo que tuvo que pasar para que este cuerpecito maltratado y yo nos reconciliáramos.
El dolor de vesícula, producto de una pésima alimentación y una extrema inactividad física. Un malestar que en diciembre me hizo crisis, que de pura suerte no me llevó al quirófano, y que se supone yo debía vigilar para que no reapareciera, pero no lo hice, como tantas otras cosas que no he hecho.
Pensé en mi trabajo actual, y en cómo llegué hasta él, por suerte, fatalidad o destino, pensando hace un año en tener un mejor ingreso para poder formalizar mi relación e incluso contraer matrimonio (¡matrimonio!) con alguien a quien apenas conocía, alguien que ahora es completamente ajeno a mi vida, alguien que me lastimó, alguien a quien lastimé, en una relación equivocada, pero que para bien de los dos, terminó tan rápido como empezó.
Y pensé también que de ese 2011 tan agitado, lo más trascendente, lo único que me quedó fue mi empleo, que me ha hecho crecer tanto, aprender tantas cosas, lo bueno y lo malo de las relaciones laborales, lo peor, lo que vale la pena y lo que no. Los compañeros que se volvieron amigos y hasta familia, los jefes ejemplares que te motivan a dar lo mejor de ti mismo, los jefes tiranos que te desmotivan al grado de querer dejarlo todo, los chismes de pasillo, los proyectos alentadores, las metas a futuro, el compañerismo, la decepción de quien menos te lo esperas, la satisfacción de un cumplido al trabajo bien hecho, la amargura de un error cometido, el valor de la disciplina, la alegría de un sueldo, el precio del tiempo completo, y por último, las sorpresas, lo inesperado, lo que convierte el día a día en algo diferente, lo que nos invita a continuar, lo que nos incita.
Pensé en mis proyectos, en mi futuro académico, en el plan de irme a estudiar la maestría que por razones tantas no se logra concretar, sigue en pausa. En la tristeza de no haber podido comenzar este año como yo esperaba, en la incertidumbre de cuándo podré hacerlo, pero también en la duda eterna de si es ése o es otro el camino para mí. En todas esas páginas que debo escribir porque ya están en mi cabeza, pero no así en mi constancia o mi determinación.
Pensé en mi soledad, en el amor, y en esa eterna relación de amor y fuga que tengo con el que considero mi “amado inmortal”. En lo mucho que sus ideas han influido en las mías, en lo mucho que lo quiero y que lo detesto, por esa forma que tiene de aparecer, alegrar mi existencia por días, semanas o meses, y volverse a perder hasta por años en la noche de los tiempos sin que yo encuentre manera alguna de reemplazarlo. Como un cometa, que llega, ilumina y se marcha. Y que justo ahora se encuentra de paso, alumbrando todo a su alrededor, pero amenazando ya con volver a perderse, en su mundo, en sus reflexiones, en su aislamiento, detrás de esa fortaleza amurallada que nadie cruza, que lo separa de los demás. Detrás de esa barrera que yo sé que algún día me dejará cruzar, porque quizá yo soy la única persona que quiere entrar y no sacarlo de ella, que quiere y siempre querrá que él sea muy feliz. Pero no ahora, no en estos momentos, ese hechizo aún no está roto.
Y durante todo el trayecto, antes de empezar, mientras corría, cuando me detenía a tomar aire, cuando volvía a casa, cuando me bañé y vine a trabajar, y hasta ahora que escribo estas líneas, pensé en Andrés Manuel, en México y la tragedia de su clase política, en todo lo que se hubiera podido sembrar para las generaciones del futuro, en todo lo que se perdió por unos cuantos pesos y una despensa a cambio del sagrado voto, en la imposición del Principito Peña Nieto, en esa pequeña hija llamada Democracia que se nos murió a los mexicanos en esta contienda, en las lágrimas de mi abuelita y mi mamá, en las lágrimas de tantos… En la expectación del día de la jornada electoral, que lo pasé en una escuelita cerca de mi casa, donde cuidé todo el día una casilla representando a uno de los partidos de la coalición de izquierda, inmersa pese a lo que yo esperaba, en un ambiente de completa paz, respeto y compañerismo entre los que nos encontrábamos ahí; asombrada por la indignación que todos por igual sentimos al enterarnos de que el triunfo ya estaba dado y anunciado, cuando ni siquiera terminábamos de contar las boletas de nuestra casilla aún. Recordé la comida y las risas que compartimos como vecinos, como ciudadanos, sin importar nuestro nombre, o si éramos funcionarios de casilla, priístas, perredistas, panistas o petistas. Ese México utópico de respeto e igualdad representado en ese microuniverso de la casilla 2069 que tuve el privilegio de vigilar.
Pensé en las marchas, en la indignación de los jóvenes, en los más, muchos mas de 132 mexicanos llenos de coraje, en la desazón de los viejos, en el cinismo del IFE y la FEPADE, en la sonrisita burlona de Felipe Calderón al dar su mensaje a la nación, en la compra de votos con tarjetas de Soriana, en Televisa y Tercer Grado con sus “periodistas”, como el circo romano y sus fieras de ataque, en la estupidez de Peña y su teleprompter, en la hueca “Gaviota” y en la abismal diferencia entre sus comentarios en el tuiter y el conmovedor poema titulado “Segundo de Julio” que la muy querida Beatriz Gutiérrez Müller le dedicó a su esposo, nuestro Obrador, en vista de los infames acontecimientos.
Pensé que todo lo que hicimos y luchamos tantos millones de mexicanos, al final se vio enfrentado y estrellado contra el rompeolas de la poderosa maquinaria del gobierno y la televisión, contra los intereses detrás de las instituciones, contra la indolencia de millones que no votaron, o que vendieron su voto, o que eligieron volver a la dictadura porque el candidato “estaba guapo”.
Me deprimí en los días posteriores a la elección, por la elección y por todo, por el fraude, por la impunidad, por la impotencia, por la vergüenza ante el mundo, pero también por mí, por mi vida, por mis problemas y frustraciones, por mis errores. Me sentí incapaz de protestar, de alzar la voz, de salir a marchar, sólo quería dormirme y despertar dentro de 20 años, para ver si las cosas ya habrían cambiado, para ver si mi vida también habría cambiado en algo.
Pero esa impotencia sólo me provocó más dolor y más desesperación, al ver que todos salían con sus pancartas, con sus consignas, y que yo no tenía voz, ni ganas, ni fuerzas… Y pensé entonces que para conseguir que mi país avance, no era sólo cuestión de salir a gritar mis frustraciones a la calle.
Yo alguna vez lo dije en un texto, el cambio comienza en nosotros mismos; pero no sólo en el clásico nivel de “respetar la vialidad”, “tirar la basura en su lugar” o “no aceptar sobornos”, también era cuestión de cambiar el interior, de dejar en primer lugar de defraudarme a mi misma, comenzar a cumplir mis promesas, a terminar lo que comenzaba, a respetar mi cuerpo, mi mente, a cuidarme, a tratarme bien.
Comprendí que la única forma de encontrar esa fuerza para poder salir completa a pelear por los demás era perdonándome y reconciliándome conmigo misma. Aceptando mis defectos y tratando de corregirlos con amor, con paciencia, con tiempo. Dejando ir las cosas del pasado que me lastimaban, quitando pesos innecesarios, aligerando la carga. Entendí que esa necesidad de correr, de usar mi cuerpo, de hacerlo sudar, no nacía solamente de una exigencia física, sino de un llamado interno para volver a casa.
Y me sentí bien otra vez, con una peculiar fuerza renovada para luchar, para correr, para viajar, para disfrutar, para reír y para volver a amar. Ahora con otros ojos, los del perdón, los de la calma.
Hoy pretendo salir una vez más a correr, y de ahora en adelante todas las mañanas, hasta que mi cuerpo vuelva a ser fuerte, ligero, confiable, hasta que mi cabeza deje de tener sobresaltos y angustias, hasta que mi alma corra tan ligera al compás de mis pies y de mi cabeza.
Y mientras, seguiré luchando por mi país, seguiré escribiendo y expresándome libremente, seguiré trabajando con responsabilidad y eficiencia, seguiré cuidando de mi familia y amigos, seguiré, porque eso es lo único que queda, siempre que se nos derrumban las ilusiones, que se nos hacen trizas los sueños, que nos golpean y nos tiran al suelo, siempre que el camino cambia, lo único que queda en esta vida es levantarse, sacudirse, y seguir… hasta el fin del camino.
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