Bendito romance...

Pasé meses sin escribir una palabra, y justo ahora que tengo tanto trabajo pendiente, las ideas empiezan a hervir. Empecé a escribir un ensayo de historia contemporánea y al cabo de dos horas tenía terminados dos cuentos cortos y unos versos de amor sin destinatario. Tal vez fue la renuencia de mi cerebro a trabajar en cosas serias, su eterna y necia renuencia a la normalidad.

Ahora escucho a Tom Waits, al que descubrí hace unos años pero lo olvidé, y en 46 minutos he decidido que su música tiene que amenizar alguna gran fiesta que yo ofrezca para mis amigos y familia. Y no, no quiero hablar de mi hipotética boda, porque eso me provoca un nudo en el estómago, y he desayunado tan bien que no quiero arruinar mi digestión.



Lo que sí se es que hay una de esas canciones, Little trip to heaven, que algún día me gustaría bailar con alguien, aún no se con quien, muy despacio, abrazados, en alguna azotea bajo la luna, como en las películas, con vino y velas, con flores en mi cabello, sin gente alrededor, sin nada más alrededor que ese instante, inundando toda la existencia con su encanto, hasta el infinito.



Hace poco descubrí que de todas las cosas que hay sobre este mundo, el romance es mi favorita. Y después de pensarlo un poco, me di cuenta de que todo tiene que ver con el romance. Todo. El piano de Tom Waits, también el de Beethoven; el vino y el queso, las cerezas, el chocolate; las faldas, las bufandas y las camisas; la nieve y la niebla; las sábanas, los cobertores, los almohadones; los personajes de Jane Austen, y también los de Dumas y Tolstoi; Lo que el viento se llevó, Titanic, Amélie; los cuadros de Klimt, la pobre oreja perdida de Van Gogh. Todo.


No hablo del amor, el sublime amor, ni de lazos, ni de uniones, ni de esas cosas elevadas que a más de uno petrifican del miedo. Hablo del romance, de ese estado de la materia en que no sabe uno si la realidad es sólida, líquida, gaseosa o de plasma. Ese estado en que todo, TODO, es de azúcar y champagne, ese estado en que las feromonas desbordadas embriagan el espíritu y nos hacen sentir como en las nubes, sonrientes, plácidos, suspirantes.

El romance no tiene fecha de caducidad, no tiene consciencia del ayer, del mañana, ni siquiera del hoy, sólo es un ahora, un aquí. El romance no tiene forma establecida, no tiene peso, ni complexión. No tiene etiquetas, porque para cada persona puede presentarse en cualquier presentación, en cualquier cantidad, y con cualquier cantidad de efectos secundarios.


Es escurridizo, no tan fácil de encontrar a pesar de estar por todas partes; es efímero, puede esfumarse en dos segundos, puede irse y no volver en meses; puede visitarnos un día y quedarse por una semana, o dos, o un año, o más, pero nunca para siempre, porque el romance, a diferencia del amor, es caprichoso e inconstante, temperamental como un niño pequeño.

Una vez que se conoce el romance, como la heroína, es difícil imaginar una vida sin él. Pasamos el resto de nuestros días tratando de volver a ese primer y mágico instante en que nos subimos a la montaña rusa de las emociones, cuando nuestro corazón palpitaba tan fuerte que se salía de nuestro pecho, y todo, por un breve instante, era perfecto.



Por eso me gusta el romance, porque es lo más parecido a la felicidad. Porque no se trata de compromisos o de roles, no se trata de planes y trayectorias, sólo es un festín de vida, un agasajo de existencia. El romance no está en un proyecto de vida, ni en una institución. ¿Dónde está?

En las mejores cosas de la vida.

En el primer beso, en todos los primeros besos. En el olor de un cuello; en una canción cantada al oído, en un abrazo que no se quiere acabar, en una mano que se posa sobre tu espalda o que se desliza por tus cabellos con gentileza. En un regalo inesperado, en una carta escondida; en una risa que cuando la escuchas te provoca un ligero escalofrío y una oleada de calor, o en un acento peculiar; está en las caricias pero no está en el sexo, porque el sexo per se está constituido de pasión, de intensidad; y el romance es cadencioso. Está en esas cosas que duran unos cuantos segundos, cosas pequeñas, cosas invaluables e intangibles.


El romance... esa droga que no se vende en farmacias, que no se puede comprar. La droga más potente y adictiva de todas. La más peligrosa.

Si no sabemos controlarlo, el romance se apodera de nosotros y nos convierte en seres nocturnos y deambulantes, nos transforma en poetas locos. Nos vuelve parias.

El romántico desafortunadamente es un animal en vías de extinción. No es que el romance haya muerto, pero sí la gente que sabía cómo vivirlo. Ahora todo es confuso. No más arte, no más encantamientos, no más sutilezas; sexo sin compromisos, encontronazos, choques de ímpetus, soledad, abismos.



Hoy en día existen causas para salvar el mundo de distintas formas, causas que congregan a miles de personas para su defensa. Salvar el ártico, cuidar el agua, salvar los rinocerontes, salvar la amazonia.
¿Y el romance? ¿Podemos crear una causa para salvar el romance?

Yo diría que sí, porque sin romance, muchas cosas perderían todo su sentido. La música, el cine, la literatura, y sí, hasta el matrimonio y el amor mismo no serían útiles sin el romance embelleciéndolos.

Yo, señores y señoras, soy una romántica, y nunca había estado más orgullosa de decirlo. ¿Y ustedes?


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