Día cero

No es tan fácil darse cuenta cuando se está tocando fondo. Quien lea esto piensa que estoy en problemas de drogas o cosas terribles, pero no, sólo se trata, como siempre, de un poco de duda existencial. ¿Qué hago aquí y hacia donde voy?
Es probable que en otras épocas la gente no llegara a estos puntos, pues la vida era un tanto más sencilla y a la vez limitada. Un espacio, un lugar, un tiempo y obstáculos a superar. Sin embargo hoy en día con la existencia de las redes sociales y del internet, nos topamos de frente a diario con múltiples tiempos, historias y lugares. Cientos de miles de datos que nos dicen: tu camino no es el único, tu espacio no es el único, tus opciones no son pocas, son millones. Eres comunicólogo pero ¡mira todos estos asombrosos perfiles e historias en Facebook e Instagram!, pudiste haber sido deportista o bailarina, o cantante, pudiste irte de viaje por el mundo, pudiste buscar trabajo en otro país, pudiste dejar crecer tus uñas y tu cabello, pudiste ahorrar dinero para esto o aquello.
Y entonces nos damos cuenta de que nuestra vida como empleados gubernamentales o como maestros o como lo que sea, no es tan suficiente como le fue a nuestros padres y abuelos, ajenos a las asombrosas vidas de otras culturas. Ahora cada paso que damos lleva consigo la certeza de que hemos dejado de lado miles de otros caminos, miles de otras aventuras o desventuras, miles de posibilidades que sólo podremos ver en las pantallas de nuestros celulares, televisores o computadoras, realizadas por alguien más que tiene exactamente la misma duda que nosotros: ¿habré elegido bien?
La cultura visual si bien nos abre los ojos a todo el mundo y sus maravillas, también está ahí para recordarnos con poca sutileza que sólo con dinero y miles de horas libres podríamos escalar esa montaña o nadar en esas aguas caribeñas, o comer en ese coqueto bistró o acampar en esos majestuosos bosques sin la necesidad de endeudarnos 30 años para lograrlo. Desde luego que quien lo hace y lo muestra a los demás en la red, es el claro ejemplo de que las cosas sí pueden hacerse, sin embargo, iluso es quien piensa que todos los burócratas y ratones de biblioteca del mundo pueden abandonar sus vidas para irse de mochileros o tener una vida de altos vuelos. Este mundo precisamente se sostiene en los hombros de quienes dejan la mochila y la cámara fotográfica, y se ponen la corbata, la bata de laboratorio, el delantal, las botas de trabajo, y salen todos los días a producir.
Pero en las filas de ese enorme ejército laboral, habitamos algunos raros especímenes, que no tenemos precisamente un lugar fundamental, que siempre estamos con el rabillo del ojo espiando la ventana, suspirando entre horas de trabajo y soñando despiertos. Bichos que por alguna desventura de la vida acabamos en el lugar erróneo, y lo que es peor, carecemos del valor necesario para tomar las riendas, aún si medio mundo protesta, y caminar a esa vida que podría hacernos tan felices. Le tememos hasta a nuestra propia sombra, nos angustia tan sólo imaginar todas esas caras de reprobación si tan sólo un día nos atreviéramos a decir "esto no es lo que yo quiero", tememos incluso no ser siquiera lo suficientemente buenos para aquellas cosas que deseamos. La rutina cae sobre nuestros hombros como fardo, nos aplasta de nuevo en nuestra silla giratoria y nos dice al oído: "quietecito, ya sólo faltan 4 horas para salir del trabajo".
La rutina nos entume, sí, sin embargo no nos deja olvidar. El lento paso de las manecillas nos recuerda que cada respiro que damos es uno menos, cada latido de nuestro oxidado corazón es uno menos, que la vida ya está pasando, que envejecemos ahí sentados y nada podemos hacer para detenerlo. Y para colmo, la pantalla nos enseña lo felices qué seríamos si tomáramos esas clases de yoga o ballet, o nos escapáramos a nadar en esas pozas de agua cristalina, o si decidiéramos empezar una vida en el campo viviendo en una cabaña entre animales y huertos. Y entonces vamos al baño de la oficina y nos miramos al espejo: cara de cansancio, sobrepeso y acné por la mala alimentación, espalda jorobada por la mala postura de la silla, uñas mordidas por el regaño del jefe, y un uniforme institucional espantoso que casi está hecho para hacernos sentir miserables.
Refiero todo esto porque naturalmente, es exactamente lo que a mi me pasó hace un año antes de acabar una frustrante relación laboral que apenas duró 6 meses.
Y salí de ahí riendo, fui libre....como unos 10 minutos, hasta que la vida me recordó que fui libre para pasar a las filas del desempleo, de los cuestionamientos inmediatos de mis cercanos: "¿y qué piensas hacer ahora?", "no dejes pasar mucho tiempo, está difícil la situación", "busca a este amigo que te puede ayudar a entrar de nuevo".... Entrar de nuevo.... la sola idea suena a ser engullido por una ballena o a sumergirse con traje de buzo en las profundidades de un abismo submarino.
Y me resistí cuanto pude, elegí la vía del trabajo noble, la enseñanza universitaria, que si bien me dio muchas satisfacciones que la burocracia ni en diez vidas podría darme, también me mostró que de ensueños no se vive ni se come, y que los 70 pesos la hora que me pagan sólo sirven para comprar 3 litros de leche y un chocolate de barra.
Y entonces me enfrenté a otra clase de demonios. Ya no una jefa tirana, ni interminables días tras el escritorio, ni comida rápida o zapatos de tacón. Ahora me enfrentaba a no querer salir de la cama por las mañanas, a abusar del uso de las redes sociales, a no alimentarme bien por el simple hecho de estar sola en casa.
Fue cuando me di cuenta de que no era el trabajo, ni era la libertad, era la depresión.
Ya escribí sobre esto hace unos días, pero regreso al punto, porque a pesar de haber hecho un poco de reflexión en aquella y en múltiples ocasiones en mis escritos, hoy de nuevo me encontré aguantando el llanto durante hora y las ganas de mandar incluso la vida a la mierda.
Lo curioso es que durante mi vida adulta siempre pensé que mis tristezas se debían a la soledad romántica, y que el día que encontrara el amor todos mis problemas se esfumarían como por arte de magia. Bueno, pues ahora tengo amor, mucho amor en mi vida, un novio fabuloso con el que me voy a casar, y ¿qué creen?, sigo triste. Ni todo el cariño que siento por él ni todo el que él me da, remediaron mi inevitable baile con la tristeza. Y entonces fue hoy que dije: esto no puede seguir así.
Y ¿qué hice? pues puse una serie en Netflix, conecté los aparatos de ejercicio, y comencé a moverme torpemente hasta que los chorros de sudor y el jadeo de la respiración me recordaron que era suficiente por hoy.
¿Funcionó? Sí, un poco. Se fueron las ganas de llorar, se acompasó el latido y me envolvió una sensación de calma y optimismo. Después de eso me bañé y me tomé mi tiempo al hacerlo, me puse mi pijama y recibí a mi novio con la mejor de mis sonrisas. Decidí no cenar pesado pues tengo un sobrepeso impresionante y hasta ahora no estaba haciendo nada más que comer el triple por la ansiedad que he siento diariamente. Hasta ahí con mis primeros pasos.
No quisiera esperanzarme a que este es el inicio del resto de una vida fabulosa. Simplemente voy a recurrir a este mismo remedio cada vez que me ataque la angustia (osea unas dos veces por día). Quizá si pierdo peso y me veo como una mejor version de mi misma frente al espejo, pueda empezar ese duro y largo proceso de perdonarme tantos años de negligencia y autonegación.
Los siguiente pasos que tengo no son fáciles, pero al menos se cuáles son: necesito regresar a trabajar, aunque sea a esa burocracia que detesto, pues esos salarios son mi único boleto a cosas mejores. Necesito seguir escribiendo aunque sea así, de forma tosca e irreflexiva, sin revisiones ni poesía, como si de un delirio se tratase. Escribir me calma, sólo cuando lo hago así, para mi, para quien lo necesite, no para impresionar ni para construir un perfil social o político. Necesito poner mi casa de cabeza, sacar hasta la última cosa inservible, dejar medio vacíos los estantes, quitar toda esa saturación que me ahoga, dejar ir lo superfluo. Necesito seguir comiendo poco, sentir el hambre y no tenerle miedo, calmar el ansia con ejercicio, con lecturas, con compañía de mis hermanas o amigas, con mi querido novio y con lo que sea menos el vaso de coca-cola, el sartén con aceite o la mayonesa. Necesito resembrar esos tomates que por riego inconstante se hicieron feos, cuidar muchos los pimientos que sí se están dando, regresar a ese camino de optimismo por la idea de aprender a cuidar de un huerto en casa. Necesito dejar las redes y la internet. Dejar de ocultar mi cobardía de vivir en los likes que doy a otros que sí lo hacen. Debo ser más congruente con todo lo que digo y predico, leer más, aprender más, moverme más. La tragedia de ser una persona consciente de su existencia es no ser consecuente con dicha consciencia y morir un poco todos los días.
Quiero ir a vivir a Japón con mi novio, quiero ser delgada y ágil, quiero escribir libros, quiero tener un pequeño negocio de comida y café, quiero regresar a tocar el piano y cantar, quiero cultivar mi propia comida, quiero ser una mujer muy deseable por siempre para mi pareja. Y cómo lo voy a hacer sentada en pijama a las 12 del día frente a la computadora publicando fotos de paisajes japoneses y frases motivadoras que diez personas 'likean' y lo olvidan para siempre.
De verdad no se si este es un comienzo o un final de algo, sólo se que si paso un sólo día más aguantando esta angustia, voy a estallar y a hacer pedazos todo lo bueno que hay en mi vida: mi novio, mi familia, mi potencial, mis sueños.
Así que hoy dormiré para ver si mañana esta pequeña flama de esperanza sigue ahí.

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