Homo Ludens


Larga es la cuarentena e insuficientes las diversiones disponibles para hacer que los días pasen más ligeros. Conozco gente que ha vertido toda su energía en ejercitarse y bajar con éxito de peso, algunos otros han devorado el catálogo entero de Netflix, y unos cuantos más han leído más libros en estos meses que en toda su vida. Por otro lado están los que renovaron su jardín, su closet, su cocina, aprendieron un nuevo idioma, adoptaron una mascota. Y por último, tenemos a este particular y numeroso grupo de personas que probablemente perdieron una dioptría entera de vista y ganaron una tendinitis crónica mientras pasaron innumerables horas en el celular viendo las redes sociales o jugando jueguitos de fichas. 


En lo personal, he hecho de todo en los meses precedentes. Dormir mucho, comer más, pero también hacer dieta y ejercicio, ordenar la casa, deshacerme de cosas que ya no usaba, escribir un par de artículos, leer un par de libros, ver muchas series y caricaturas, y claro, por qué no, nutrirme de memes y pasar tiempo en mis redes. 


En esas experiencias de exploración en el Facebook, me enteré de una nueva moda entre los adolescentes, que ha generado miles de memes donde los protagonistas son unos hombrecitos curiosos vestidos con trajes de colores que se matan entre ellos, un juego llamado Among Us.


Mi curiosidad me llevó a investigar más al respecto y me enteré que el famoso Among Us es un juego en línea donde un grupo de jugadores se reúne en una sala virtual y tratan de averiguar quién de ellos es un alienígena que se hace pasar por humano. Es un juego de estrategia y engaño que trae al internet de cabeza. 


Antes de continuar quiero aclarar brevemente lo siguiente. Entiendo que esta situación mundial nos constriñe al encierro y a lo virtual. Pero esperemos que la moda sea pasajera.


Prosigo. 


Among Us es una versión virtual de un juego mucho más interesante y antiguo llamado Mafia, y sus versiones posteriores entre las que destaca el Werewolf. Este juego comenzó como un experimento escolar en la Unión Soviética, allá por el año 1986. Su creador, Dimitry Davidoff, miembro de la Universidad Estatal de Moscú, quería diseñar un juego que combinase los estudios psicológicos con sus actividades como profesor de bachillerato. La esencia de su juego era confrontar a dos bandos, los buenos y la mafia, que disponen de una cantidad limitada de información, en un duelo de acusaciones y mentiras en el que no gana el que más datos averigue, sino el que mejor sepa mentir o manipular. 


Desde aquel año, miles de grupos de estudiantes, campistas o amigos, han tomado el concepto original para replicarlo en todas las formas posibles. En 1997 se crea el Werewolf 

(Hombre Lobo), donde el bando de los mafiosos, un tanto obsoleto, es reemplazado por la popular figura de los hombres lobo. Los hay de Piratas, Brujas y Asesinos, todos con el mismo sistema y algunas reglas adicionales 


Inclusive, se crearon juegos en vivo como el Killer, donde las acciones de persecución se llevan a cabo en la vida real de los jugadores, a lo largo de varios días o semanas. 


Cuando de juegos se trata, la imaginación humana no tiene fronteras. 


Esto me lleva a la reflexión que quiero compartir con ustedes este día. 


Uno de los rasgos que distingue al proceso civilizatorio es el del juego. Los hombres al no necesitar ya luchar todo el día por su sobrevivencia climática o alimentaria, empezaron a cultivar algo más que plantas, comenzaron a cultivar sus mentes. La luz que nos ha guiado por los siglos de nuestra existencia ha sido aquella de las ideas, los inventos y la fraternidad. En este sentido, jugar, fue una de las primeras actividades que el hombre realizó como “Rey de la creación”. Los primeros rastros de fichas de juego talladas en hueso, los tenemos en Mesopotamia, con una datación de 5 mil años aproximadamente. Se han encontrado evidencias de las más antiguas culturas que demuestran que el juego era parte importante de la convivencia diaria. Jugando y haciendo arte, las personas liberaban algo misterioso que ninguna de las otras actividades les producían. Se liberaban a sí mismos, trascendían a la bestia de trabajo y comida. 


Hasta nuestros días han llegado las voces y las bases del juego. Todos conocemos e incluso sabemos jugar Ajedrez, Damas chinas, Poker, Damas inglesas, Backgammon, Dominó, Rayuela, Matatenas, Canicas. Todas con mayúscula para demostrarles respeto. 


Para los que superamos los 25 años de edad, las más memorables tardes de nuestra infancia son aquellas que pasamos en familia o con amigos, jugando Loterías, Turista, Monopoly, UNO, o Maratón para los ratones de biblioteca. En esas sesiones lo principal eran los errores, los intentos de trampa, las carcajadas y a veces incluso, las peleas. 


El juego une a sus participantes en una competencia divertida, donde todos los sentidos se agasajan (quién no recuerda el olor de las cartas, la textura de las fichas, el sabor de las botanas servidas, el color de los tableros, el sonido de las risas o las frases comunes de algún miembro de la familia). Aun si al principio no se tienen muchas ganas de jugar, una vez que la experiencia comienza, todos comienzan a sonreír y a dejarse llevar por la dinámica. 


Sin embargo, en los últimos años la modernidad, esa nada reptante que se ha ido apoderando de las cosas más valiosas de la sociedad, ha tomado también su lugar en el espacio lúdico para llevarlo a la virtualidad, amenazando con ello tantas cosas que aún no somos capaces de vislumbrar. 


Basta con hacer una breve visita a la tienda de Apps de nuestro teléfono para observar que existen miles de juegos distintos, disponibles de forma gratuita con publicidad integrada, o a la venta por una módica cantidad, con temáticas tan variadas como estrellas tiene el cielo. La oferta es tal, que al inicio cuesta trabajo decidir qué app sería la indicada para nosotros. Sin embargo, una vez que elegimos una, la descarga toma unos cuantos segundos y el juego está listo para ser usado. Todo parece muy conveniente, pero las consecuencias han sido costosas. 


¿Qué hemos perdido? En primer lugar, siempre será más fácil para nosotros abrir el teléfono y jugar acostados en la cama o el sillón, que ir a sentarnos ante una mesa en una reunión familiar o de amigos. Sin embargo, el factor social, el arte de interactuar con otros por medio de risas, bromas, incluso trampas - desaparecen del todo. Asimismo, la experiencia táctil -coleccionar tableros, fichas, cuidar de su integridad, pasarlos a otras generaciones- queda relegada para siempre. También perdemos, por mencionar algunos,  el placer de pelearnos con nuestros hermanos y tíos por obtener la ficha de juego favorita, de suplicar que nos cambien la pregunta, por ocultar la sonrisa triunfal de una buena mano. Por otro lado, la industria de creadores de juegos de mesa resiente la injusta competencia en contra de un ejército de aplicaciones baratas, unas copias de otras y creadas prácticamente a diario. 

Dejamos pues el tablero y lo cambiamos por la pantalla, sin darnos cuenta que no es lo mismo el gusto de juntar dinero, o en el caso de los niños, buenas conductas, para comprar un juego de mesa, olerlo la primera vez que se abre, regañar al hermano menor que quiere masticar las fichas, guardarlo donde no haya humedad, y un día sacarlo algo polvoriento para enseñarle a nuestros hijos a jugarlo; no es lo mismo que descargar una app en dos segundos, jugarla, aburrirse de ella en un determinado tiempo y borrarla cuando hace falta espacio en el teléfono o adquirimos uno nuevo. La falta de trascendencia de las apps de juegos son el reflejo clarísimo de la cultura actual, efímera, virtual e intrascendente. 


Aún en la época de los videojuegos, mi esposo, ávido jugador de maquinitas, recuerda con nostalgia esas tardes de retas con los niños de la cuadra, con una sola moneda robada del cambio de las tortillas, ante la mirada impresionada de los chicos menos experimentados, y bajo la presión de la mirada  curiosa de algunas chicas presentes en el grupo. El esfuerzo de aprender combinaciones y llevarlas a cabo frente a otro adversario en la misma posición, y con la adrenalina de la súbita aparición de alguna mamá que se quedó esperando su mandado, ahora tirado en el piso junto a la máquina de juegos. La experiencia implicaba la caminata con los amigos al lugar de juegos, la resistencia física y mental de la partida y el honor de poner o ganar un apodo que marcaría el resto de la infancia o adolescencia del recipiendario. 


Nada de eso hay en Among Us ni en ninguno de los juegos virtuales. No puede haber blofeo en Among Us porque no se pueden mirar los rostros de los otros jugadores, ni siquiera se les conoce a veces, como para saber si están mintiendo o no. Sólo hay avatares y perfiles falsos, y la victoria no sabe igual que cuando se la cantamos o bailamos a nuestros primos o mejores amigos mientras ellos nos abuchean o se ríen de nuestra danza. 


Ojalá la pandemia termine, y la virtualidad retroceda. Ojalá quien lea esto decida sacar del olvido sus tableros y fichas y le de una probada a los más chicos de ese arte viejo como los cerros. 


Los juegos, como la comida, servidos en casa, junto a los más cercanos, siempre sabe mejor.   


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