En el reino de los sentidos

Hay momentos del día en los que cierro los ojos y todo lo que está alrededor mío desaparece. Sobretodo los momentos tristes e incómodos, instantes en los que la memoria o los zapatos lastiman, en los que cada defecto se hace enorme e irreparable. Dejo de mirar y mi mente viaja a miles de kilómetros, dejando tras de sí todo sentimiento oscuro. Vuelo con el viento hacia lugares donde la brisa reconforta y el sol acaricia con suavidad. Lugares en los que el tiempo no corre con prisa, y los prejuicios son cosa inútil. Y entonces me siento bien y sonrío, porque tengo una imaginación capaz de recordarme que siempre hay mejores sitios a dónde ir y mejores momentos para vivir, que no todo se derrumba ante un simple obstáculo cotidiano.

Cuando tengo un problema siempre evoco aquellas simples pero magníficas cosas que más me gustan de esta vida. El color de los girasoles, el olor de una pizza recién horneada, el sonido del mar, la emoción de un beso nuevo, el sabor del vino y esa sensación de calor que te llega detrás de las orejas al tomarlo, las luces de la ciudad en la noche, el frenesí al desvestir y ser desvestido con deseo, las estrellas en el campo y el sonido de una orquesta afinando antes de comenzar un concierto, los ojos de los niños pequeños, el ronroneo contento de un gato cerca de mi oído, la indescriptible sensación de un nuevo conocimiento adquirido, el olor de los libros nuevos, los nervios previos a una cita de amor, la coca-cola espumeante salpicándome la cara, el perfume de rosas después de darme un baño, la risa espontánea e incontenible entre buenos amigos.

Siempre decimos que la razón es lo más valioso que como humanos poseemos. Sin embargo, muchas veces  cuando estoy distraída, me encuentro atrapada en mis propios pensamientos, incapaz de moverme entre tantas reflexiones y conjeturas. Los problemas quizá se presentan más grandes al interior de mi cabeza de lo que en realidad son, dándome vueltas y vueltas, hasta llegar a la náusea. El corazón y la cabeza se agitan, me duelen, todo se vuelve confuso entre más lo pienso. La mente me tiene atrapada, cuando debería ser al revés.

Entonces es cuando cierro los ojos, y suelto el timón. Me dejo llevar por la corriente y comienzo a olvidar que estoy ahí. Y es cuando a mí acuden todas esas memorias de cosas sencillas, básicas, casi todas experiencias sensoriales, todas reducidas al terreno del cuerpo: olores, sonidos, colores, sabores, sensaciones. Y es ahí, en el reino de los sentidos, donde la mente deja de gritar y encuentra el sentido que estaba buscando. Los problemas adquieren su forma y tamaño reales, se vuelven casi ridículos, el corazón se tranquiliza y sólo puedo pensar en lo sagrado y sublime que es estar vivo y por un instante darse cuenta de ello. Vuelves a tomar las riendas de tí mismo, vuelves a ser amo y señor de tu mente, ahí, en la sencillez de los sentidos.

Todos los hombres estamos divididos en dos, todos tenemos un cuerpo y un espíritu, pero nunca debemos olvidar a uno por consagrarnos al otro, ambos son igual de importantes, ambos son complementos. La única manera de llegar a conocernos a nosotros mismos, es pasando por ambos reinos, el del cuerpo y el del alma, porque sólo así sabemos nuestros límites, sólo así entendemos lo que de verdad es importante, sólo así nos deshacemos de lo que no es para nosotros y podemos acercarnos al camino de la Luz.

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